sábado, 19 de mayo de 2007

La Evolución Oscura: Prólogo (Parte II)

En el exterior, una brisa casi imperceptible agitaba débilmente su capa raída, antaño elegante, pero que tras tanto tiempo se había enmohecido y desgastado considerablemente. Más allá de su cripta, se hallaba lo que era parte de un cementerio. Parecía que había pasado mucho tiempo desde que enterraron el último cadáver en esa zona, y los muertos más recientes eran inhumados en otros lugares más alejados.



Mientras escudriñaba el horizonte, sus ojos repararon en otra cripta, cercana a la suya y de factura semejante a ella. Su visión le provocó un dolor visceral en el corazón. Pese a que los recuerdos todavía no le socorrían y la ignorancia seguía latente en su interior, sabía que algo o alguien había ahí dentro. Algo que había sido muy importante para él alguna vez.



Tras un momento de incertidumbre, decidió acercarse a la cripta adyacente a la suya, para descubrir qué o quién pudiera hallarse en ella. Hasta el momento, su mente seguía sin ofrecerle pista alguna; por lo que parecía, tendría que descubrirlo a expensas de ella.



Cuando llegó a la puerta de la cripta, halló ésta entreabierta, como si alguien hubiese entrado o salido de allí hará algún tiempo. La información seguía agolpándose en su mente mientras pasaban los segundos, y según se adentraba en la penumbra que habitaba en el recinto, más cerca estaba de hallar la respuesta a la incógnita. Sabía que estaba casi a punto de conseguirlo.



Y entonces, en ese preciso instante, recordó. Y vino el dolor. Un dolor cegador, que apenas le permitía mantenerse en pie. Un dolor que iba más allá de lo físico; que iba más allá de lo imaginable.




Ella estaba tumbada en su féretro. Seguía teniendo esa belleza tan cautivadora, esos sensuales labios carmesíes que enmarcaban una piel suave y pálida, cuyo mero roce le extasiaba y le había hecho sentir tantas cosas hacía mucho tiempo, quizás en otra vida. También su pelo mantenía la exuberancia de antaño. Esa melena larga y rizada, negra como el azabache, de la que tan orgullosa se había sentido siempre y que ahora se esparcía desordenadamente posándose sobre sus pequeños y desnudos hombros. Sus ojos estaban abiertos, y eran azules. Tan azules que en comparación el color del cielo parecía vulgar, y el hecho de compartir el mismo calificativo parecía una auténtica burla hacia aquellos hermosos zafiros que adornaban su tez y acentuaban su radiante belleza. Estaban fijos en algún lugar inalcanzable; un lugar al cual él nunca podrá llegar jamás. Una expresión de miedo y sorpresa se reflejaba en ellos, síntoma de un despertar repentino e inesperado, como si alguien le hubiera atacado mientras estaba en su largo retiro.




Parecía que pasaba una eternidad. Se negaba a apartar la vista de su pálida tez, a la espera de un repentino despertar y para así poder abrazar a su amante tras estar tanto tiempo separados. Pero también estaba el miedo. El temor que le producía la idea de mirar más abajo y descubrir la verdad que en realidad ya conocía. Sin embargo, intentaba luchar contra ella, como si así pudiera cambiar el destino, caprichoso y cruel, y evitar lo que realmente ha acaecido.




(última parte en la siguiente entrada)

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