sábado, 24 de enero de 2009

El Cuentacuentos - Cuando los cuentos eran algo más.

"Cuando la gente sabía de su pasado a través de los cuentos, explicaban su presente contándose cuentos y predecían su futuro con cuentos, el mejor lugar de la casa junto al fuego se la reservaban siempre al Cuentacuentos."


Una vez más vuelvo a mis orígenes para relataros algunas de mis vivencias pretéritas y, en plan abuelo cebolleta, aturdiros con otra de mis batallitas. Es fácil darse cuenta de que en mi blog predominan entradas y actualizaciones con un cierto aire vintage –aunque algunos duden de la calidad de los asuntos tratados-. No es algo casual, y me he percatado de que en estos pequeños momentos de asueto que me tomo para evadirme de la realidad siempre tengo la tendencia de alejarme del presente para encender la máquina del tiempo y retroceder unos 15 o 20 años. No, no es porque mi vida sea una mierda actualmente –al menos no más que la de la mayoría de gente, o eso quiero pensar- y tenga que huir de ella como si fuera la peste. Simplemente es porque las personas somos egoístas y caprichosas por naturaleza, y despreciamos todo lo que poseemos mientras anhelamos todo lo que no tenemos o lo que tuvimos alguna vez y no volveremos a tener jamás.

Me ceñiré pues al tema que toca hoy. Los cuentos. Qué decir de los cuentos. Cuando pensamos en ellos, nos suelen venir a la mente esos libros de letras enormes y lenguaje sencillo, llenos de dibujos y de historias vacuas y simples, cuya principal misión era la de entretener y divertir a los niños permitiéndoles pasar un buen rato. Lo cual no es malo, pero tampoco es suficiente. En la vida, todo lo que perdura durante cientos de años en el tiempo lo hace por un motivo, un motivo consistente, y el caso de los cuentos no va a ser diferente.

Los cuentos son inherentes al ser humano. Desde que el hombre consiguió comunicarse y comprender al prójimo. Desde que empezó a agruparse para formar tribus, clanes, aldeas o pueblos. Da igual el lugar, el tiempo o la raza. Cada pueblo que ha existido a lo largo de la historia ha tenido su recopilación de historias y narraciones, primero contadas oralmente, pasando de padres a hijos y de abuelos a nietos, y más tarde plasmadas en papel para que perdurasen en la sociedad y sirvan fielmente a su cometido. Un cometido que estaba marcado a fuego desde un primer momento: educar y enseñar. La vida siempre ha sido dura, y los cuentos aparecieron como un sistema educativo primigenio para los jóvenes y niños de la antigüedad. Eran entretenidos, desde luego, pero también tenían contenido, historia y moraleja, preparando así a los más jóvenes para los peligros a los que se enfrentarían en un futuro.

Y para conseguir que esa preparación sea efectiva, los niños tenían que comprender los problemas de la sociedad de la forma más eficaz posible. Por ello los cuentos pese a ser fantásticos e imaginarios, contenían aspectos de la vida cotidiana que era imprescindibles en su formación. Un cuento se componía de risas y felicidad sí, pero también de tristeza, dolor y agonía. Los cuentos antiguos eran crueles e incluso sádicos, y no escatimaban en recursos para horrorizar al más pequeño de la casa. Y es que todos sabemos que el miedo es un acicate muy eficiente a la hora de aprender.

En la actualidad algunos de esos cuentos ya existentes desde hacía siglos han sido transformados para no impactar tanto en los niños –y en la sociedad en general-. Con lo cual, se ha suavizado o incluso perdido ese factor de crudeza que poseían, haciendo que la experiencia sea más llevadera, pero haciendo que al mismo tiempo su propósito se haya desvanecido y su finalidad se haya perdido completamente. Anteriormente, a Hansel y Gretel no los echaban de casa su malvada madrastra, sino sus propios padres biológicos. A Caperucita Roja no hay nadie que la salve, y termina siendo devorada por el lobo. Y si queréis más, os aconsejo que le echéis un ojo a El Enebro. No hay príncipes azules, ni cazadores benévolos, ni hermosas doncellas, ni sabios hechiceros. Hay personas simplemente, o seres que representan las virtudes o defectos de éstas.

Os hablaré, por tanto, de una de esas series “infantiles” que tanta huella ha dejado en mí durante mi feliz y placentera infancia. Se trata de “El Cuentacuentos” de Jim Henson (autor de Los Teleñecos, Los Fraggle Rock y películas como Dentro del Laberinto entre otras). Una serie que en su primera temporada reúne 9 capítulos con cuentos de origen principalmente alemán, ruso y celta, y con ese aroma a las historias de antaño que no debería dejarse desaparecer en el olvido. Me acuerdo de haberla visto a muy corta edad, y el recuerdo de aquellas historias aún se mantiene grabado en mi mente. Siguen siendo cuentos suavizados con respecto a los originales, pero no llegan al nivel de simpleza de los cuentos de Disney o de las historias de la Warner (curiosamente violentos pero sin el matiz educativo y ético de los cuentos antiguos y, sin embargo, inexplicablemente aceptados moralmente).

A continuación, como regalo, os pongo el enlace al primer capítulo de la serie. Son sólo 20 minutos de vuestra vida, y os aseguro que estarán bien aprovechados. Es una historia que me marcó en su tiempo y que, aun viéndola recientemente, sigue dándome muchísimo que pensar.


La Frontera entre el éxtasis y la sordera

Tal y como un señor ha tenido el detalle de recordarme, prometí hacer una actualización más bien pronto que tarde -si bien tarde ya lo es un rato-, y como las promesas que se hacen a los camaradas hay que cumplirlas –aunque se hayan realizado en plena excitación etílica-, pues uno no tiene más remedio que aguantar el tirón y desenfundar el florete para lanzar las pertinentes estocadas. Que un servidor lleva mucho tiempo haciendo fintas y viéndolas venir, pero a la hora de la verdad siempre se queda sin lanzar contraataque ninguno pese a que la ocasión sea la más idónea para ello. He decidido pues que ya es hora de intervenir, y espero que esto sea el inicio de una época de nuevas actualizaciones (siempre a mi ritmo pausado y sin presiones, eso sí).

Esta vez toca habla de música. Ya me prometí a mí mismo que un día tendría que hablar de aquel maravilloso concierto al que tuve el placer de asistir, hará unos meses, en el que uno de mis grupos favoritos (La Frontera) deleitó a su no muy concurrido pero fiel grupo de fans en un bonito pueblo del interior valenciano llamado Benidoleig. Una experiencia inolvidable aquélla, una noche en la que tres exploradores del litoral viajaban tierra adentro sin ningún plan preconcebido para disfrutar de una velada que se antojaba única.

Y única fue, sobrepasando las expectativas más optimistas. Un paisaje rural y montañoso, libre del ambiente opresivo de las zonas urbanas, era el marco en el que se desarrollaría la noche. Un pueblo tranquilo con gente agradable al que no descartaría volver alguna otra vez. La escena pintaba genial, y desde aquel momento no hizo más que mejorar. Primero llegaron unos teloneros competentes, que nos hicieron pasar un buen rato y con una cantidad de recursos impresionante para un grupo de ese caché –disfraces e imitaciones incluidas, aparte de versionar canciones de rock famosas-. Pero tras ellos llegaba el plato fuerte, el que ha sido para mí el mejor concierto al que he tenido el placer de asistir.

La botella de Jack & Daniels se nos había acabado y empezamos con las cervezas. El concierto comenzaba y nos pusimos en primera fila para ver al grupo desde cerca. Los recuerdos son borrosos, y no sólo por el tiempo que ha pasado, sino porque lo viví con tal intensidad y tensión que se me escapan los detalles, como si fuera incapaz de asimilar tamaña plenitud sensaciones. Me abrumó de tal manera que cuando intento recordar apenas me viene nada a la mente, excepto una sensación intensa de placer y felicidad inabarcable. Semejante a un sueño, etéreo e incomprensible. Sólo sé que me pasé todo el concierto saltando y cantando todas y cada una de las canciones. Hablando claro, apenas sé qué fue lo que ocurrió durante todo ese tiempo, pero sé que fue jodidamente brutal. Y encima después del concierto conseguí entrar en el hotel y hablar con todos ellos, dejándome incluso su gentil arañazo en forma autógrafo en mi flamante camiseta fronteriza.

Hicimos amigos. Recuerdo vagamente a un enorme roedor con pinta de buen bebedor, que tocaba la armónica como nadie y con el carisma de un trovador de los de antaño. Recuerdo más vagamente todavía a su acompañante, un secundario a la sombra de la personalidad de su imponente amigo. Pasamos el resto de la noche con ellos en un Pub a las afueras del pueblo.

Al final nos volvimos a casa, exhaustos pero felices, con la tranquilidad y la satisfacción que da el hecho de haber elegido correctamente. Todos estábamos de acuerdo en una cosa: hay que repetir la experiencia otra vez.

Y cinco meses después volvimos a encontrarnos las caras con este grupo. Esta vez íbamos cuatro, aunque dos nos dejarían antes de tiempo. Sabíamos que el concierto no nos iba a sorprender tanto como el anterior, pues la primera vez siempre marca de por vida, pero aún así las expectativas eran considerables. Empezó bien, con unos teloneros curtidos y con oficio, llevando a cabo un trabajo exquisito en el escenario. Era una delicia ver a Santi Campillo dominar su guitarra como si fuera lo más sencillo del mundo. Varias canciones versionadas y buen sonido en general, aunque lo mejor estaba por llegar. Y por fin aparecieron en escena. Otra vez. El sonido era inmejorable, y no tengo queja ninguna de la actuación. Estuvieron bien, realmente bien. Carecía de la magia de la primera vez, pero ¡eh!, no podemos perder la virginidad siempre que queramos.

Sin embargo, no todo fue bueno en esa maravillosa noche, aunque estos nimios contratiempos no empañaron la velada. La primera vicisitud fue el precio de la entrada. Ningún problema para mí, pero era algo que echaba atrás a algunos, más que nada porque la sombra de la crisis es alargada, y al fin y al cabo no todo el personal comparte mi pasión por este grupo. Por otro lado, me acuerdo de un individuo extraño, un cocinero obeso y un tanto terco, que saltaba de forma repentina al escenario en pleno concierto diciendo algo sobre “que era un hombre enfermo” o cosas semejantes. También recuerdo a otro ser igualmente gordo e igualmente enfermo, pero este debido a una incomprensible atracción hacia nuestro querido Albertucho, adalid del amor libre y heraldo del orgullo homosexual. Tristemente, ambos personajes fueron expulsados inmediatamente, el primero se marchó hacia la parte trasera del escenario y el segundo directo a unas vallas a una velocidad impensable en un cuerpo de aquel tamaño. Qué se le va a hacer, no todas las noches podemos triunfar.

Pero lo peor fue la gente, violenta y territorial, como si estuviesen defendiendo su parcela frente a unos conquistadores. Golpes y empujones se repartían a diestro y siniestro, y más de una vez tuve que sujetar la valla de seguridad para que ésta no cayera. Una situación muy triste que hizo imposible disfrutar totalmente del concierto, por muy bueno que este fuera.

Y al fin terminó. Los miembros de ambos grupos –telonero y principal- salieron al escenario y pudimos hablar con ellos e incluso firmaron algunos autógrafos. Se agradeció la accesibilidad y cercanía de todos ellos, y pese a las pegas comentadas, he de decir que no me arrepiento en absoluto de la experiencia. Finalmente, unas horas más de fiestas por Xixona y después de vuelta a casa, concretamente a Tibi (o Ibi) y cargados con la satisfacción de haber visto un buen concierto –aunque peor que el primero-, con un ciego de órdago y una sordera considerable que me duró hasta el mediodía del sábado.

Faltaron las fotos. Ya han sido dos las veces, pero en ninguna de las dos ocasiones fuimos capaces de llevarnos una cámara. Una lástima, porque siempre habría deseado tener alguna imagen para la posteridad. Pero bueno, quién sabe, quizás haya otra oportunidad… Por ejemplo, un Duelo al Sol entre La Frontera y Los Rebeldes en algún lugar del Mediterráneo.