sábado, 30 de enero de 2010

Relato para no dormir

Un miedo cerval recorre mi espina dorsal, sacudiéndome con la delicadeza de un yonki con semanas de abstinencia. Las gotas de sudor, hordas de hormigas que surcan mi piel, me torturan provocándome un cosquilleo insoportable. La situación es insostenible, lúgubre recompensa por aceptar el riesgo y aguantar como un héroe cuando debería haber cedido la victoria con dignidad. Es muy fácil ser temerario cuando vas ganando la apuesta, pero ahora es tiempo de pagar por la imprudencia.


Un breve vistazo en torno a mí me muestra una visión esperpéntica, digna de un óleo de Munch. Me hallo encerrado en un cubículo asfixiante y sobrecogedor, un lugar deprimente en el que apenas es factible cualquier tipo de movimiento; no hablemos ya de extender las piernas, entumecidas por permanecer tanto tiempo contraídas. Un estado de suma incomodidad que acentúa todavía más esa sensación de amarga impotencia que me asalta en cada momento. Las paredes están cinceladas con la perversión hecha palabra, repugnantes cuchilladas poéticas que son una afrenta hacia cualquier ser con un mínimo de aspiración estética. Mensajes amenazantes y crueles intenciones me están reservadas con exclusividad, como si alguien supiera que pronto o tarde acabaría encallado en esa prisión. Un calor desquiciante se entremezcla armoniosamente con un olor fétido y antinatural. En el suelo, los restos y deshechos se extienden como una alfombra de enfermizas tonalidades, una alfombra tejida de podredumbre y decorada con desgarrones repulsivos. Seguramente pertenecieran a anteriores inquilinos.


Pero lo peor, sin duda, son los ruidos. Psicofonías distorsionadas se acercan con paso cauto hacia mí, sin prisa alguna, sabiendo que tienen todo el tiempo del mundo para alcanzarme. Al baile se unen ruidos agónicos y gruñidos desesperados, lejanos algunas veces, tan cercanos en otras que dan la impresión de proceder del mismo lugar en el que me encuentro. Tan próximos que no los oyes, los sientes; como si una caricia te invadiera el tímpano masajeándotelo dulcemente mientras te susurra seductoramente todo tipo de promesas. Promesas de sufrimiento infinito.


Repentinamente, una sensación agobiante me embiste como un miura enfurecido. Mis sentidos se agudizan; los párpados desaparecen de mi tez, dejando que mis globos oculares consigan protagonismo absoluto en el mapa topográfico que conforma mi cara. Mis fosas nasales se dilatan por la llegada del inminente peligro. Está viniendo, lo presiento. La respiración se acelera y los músculos se agarrotan, previendo la llegada del dolor. La sensación se agrava, convirtiéndose en algo casi físico. La batalla está a punto de comenzar y no sé si estaré preparado. Pero no hay vuelta atrás; huir no es una opción.


Ya llega.


Ya está aquí.


Ahogo un grito de sorpresa provocado por el cúmulo de sensaciones que me atenaza. Tras un instante de aturdimiento, me pongo en guardia de nuevo. Extraigo toda la fuerza que hay en mí para contrarrestar el efecto de la posesión, e intento por todos los medios consumar el exorcismo. La lucha es encarnizada, y me hallo al límite de todo mi poder. No sé si conseguiré vencer, pero no debo cejar en mi empeño. Se debe extirpar completamente, sin dejar rastro ni mácula que pueda permitir un nuevo rebrote.


Los segundos pasan y se convierten en minutos. La impresión, en cambio, es de llevar incluso horas. Me estoy quedando sin fuerzas. O acabo ya con esto o no sé si sobreviviré.


Y, por fin, todo pasó. Sin apenas transición ninguna. Me relajo ostensiblemente mientras empiezo a percatarme de lo ocurrido realmente. Ha sido una dura batalla pero al final la victoria ha sido mía. Por fin soy libre de seguir con mi vida. Probablemente otro día tenga un enfrentamiento tan duro como el de hoy; quizás sean incluso peores. Pero bueno, paso a paso. Uno no debe preocuparse por algo que puede que ocurra un día muy lejano, si es que al final realmente sucede. Mejor disfrutar del sabor de la victoria, paladear los jugos de un trabajo bien hecho. No siempre va a salir tan bien la cosa, eso seguro.


Asqueado del lugar en el que me encuentro, decido que ya es hora de finalizar con todo y escapar cuanto antes de allí. Sin embargo, poco tiempo duró mi felicidad. Justo cuando me creía a salvo, cuando pensaba que había pasado todo el peligro, llegó la puntilla final. Levanto la mirada y, con una desesperación enfermiza, realizo una búsqueda minuciosa por todo el lugar. Imposible. No, no puede ser. Maldita sea. No había previsto este contratiempo. Finalmente he sido derrotado, de la forma más absurda e inesperada. Con los hombros hundidos, con lágrimas de impotencia rondando mis mejillas, muevo la mano temblorosamente y, sin apenas tener conciencia de lo que hago, cojo el tubo de papel higiénico. Sí, no hay duda ninguna.


Estaba vacío.

2 comentarios:

Fran dijo...

El ultimo superviviente siempre lleva 3 conchas encima por algo tio...

Magnifica narrativa socio!

Cactus dijo...

Es importante ir siempre preparado para cualquier eventualidad, ya sea con conchas o kleenex, pero lo ideal sería siempre venir descomido de casa para evitar situaciones peligrosas. ¡Nunca sabrás en qué antro te tocará realizar maniobras!