Yo era un hombre de múltiples tonalidades nacido en mundo gris. Mi existencia era una mofa, una burla cruel hacia el resto de seres vivos. Mi alumbramiento, una venganza divina hacia la humanidad. Nací en lugar desconocido, criado por nadie. Solitario e infeliz recorría el mundo. Era un hombre sin ascendencia, sin nombre y sin esperanza. Mi maldición era mi único patrimonio.
No sería hasta los 7 años cuando descubrí en qué consistía ese maleficio. Sucedían cosas extrañas a mi alrededor continuamente, pero eran demasiado aisladas y yo demasiado pequeño para percatarme de ello. Sin embargo, ocurrió un hecho extraordinario. El barrio en el que vivía eran un criadero de pordioseros, ladrones, asesinos, prostitutas y gente de la peor calaña. Era la escoria de la sociedad. Pero yo era feliz. Un día, vino un pelotón de la guardia decidido a detener a toda la gente y llevársela. Después pensaban quemar todo el barrio para no dejar ni rastro. Para dejarnos sin hogar. Ya cuando iban a llevarse a todo el mundo, me asomé desde el barril en el que me hallaba escondido y, temeroso pero empujado por la ingenuidad y esperanza que da la juventud, me encaré a ellos y les dije simplemente: "Marchaos. Marchaos, por favor". Y se fueron. Atónitos nos quedamos todos, yo inclusive, cuando todo un regimiento de la Guardia obedeció la orden de un crío vagabundo, harapiento y lleno de heridas. Y qué decir de lo que siguió. Durante una semana, fui todo un héroe.
Hasta que cambiaron las tornas, sólo siete días después. No sé por qué caprichoso motivo, los hilos que mueven las vidas de las personas bailan a un son desconocido cuando me hallo entre ellas. Porqué mi presencia provoca el caos entre la gente que me rodea. Porqué les hace paladear una esperanza imposible y luego se la quita de un plumazo dejándoles todavía más hundidos en el fango de lo que estaban anteriormente. No lo sé, pero el caso es que por primera vez me odié. Auque no sería la última. Todavía estábamos disfrutando de nuestra bendita suerte, cuando el destino quiso devolvernos el golpe para tumbarnos definitivamente. Ese día, de improviso, la peste asoló el barrio. Una peste incurable, muy virulenta y contagiosa, que pese a matar muy lentamente lo hacía de forma terriblemente dolorosa. Afectó absolutamente a todo el barrio. Excepto a mí, por supuesto. De héroe pasé a ser un villano, y tuve que huir de allí para evitar ser asesinado y lapidado por una hueste de muertos en vida cuya corta existencia se limitaba a nada más que incubar odio e ira entre continuos y dolorosos estertores. Fue ahí cuando abrí los ojos definitivamente.
A partir de entonces, todo fue a más. Allá por donde pasaba, situaciones irregulares y surrealistas ocurrían día sí y día también. Mis deseos no importaban, simplemente era mi presencia la que provocaba aquel desorden continuo en la vida de los demás. El dolor por saber que todos esos actos viles eran culpa mía era superior al orgullo por las acciones benignas que provocaba. La impotencia era una sombra que se aferraba a mí incluso en la más profunda oscuridad. Es muy triste querer hacer algo y no poder. Pero más triste es querer, poder, y aun así ser incapaz de conseguirlo.
Intenté suicidarme en multitud de ocasiones. En una ocasión, me tiré desde lo más alto de un edificio. La recompensa fue fracturarme las piernas, varias costillas y un dolor indescriptible de propina. No volví a intentarlo. Me intenté cortar las venas varias veces pero sobreviví, despertando en un hospital varios días después y con la enfermera contándome que fui descubierto por el cartero, o por el vecino, o por el técnico de la luz, cualquiera de ellos valía. Dos veces me tiré al mar. Las dos veces llegué a la orilla, inconsciente y pálido, para ser reanimado por algún viandante casual que se encontraba a aquella horas intempestivas paseando por el lugar. "Menuda suerte amigo", solían decirme. Ante eso, sólo podía reírme amargamente.
Intenté pensar y pensar, hallar una respuesta al enigma que era mi vida, y deseoso de solucionar el problema intenté comunicarme. Desesperado, me propuse pedir auxilio a los demás, descubrir pistas que me ayudasen a poder vivir con normalidad tal y como ellos hacían. Y finalmente, sin darme apenas cuenta, conseguí hallar la respuesta. Sólo tenía que hacer una cosa: nada. Debía continuar precisamente con lo que estaba haciendo. Vivir como si fuera una persona normal; aceptarme a mí mismo sin restricción ninguna. Valorarme tal y como soy. No puedo hacer nada para cambiar, así que deberé vivir con ello por el resto de mis días. En aquel instante, el medio para conseguir el fin se convirtió en un fin en sí mismo.
El proceso no fue fácil. El sentimiento de culpa seguía arraigado dentro de mí. El corazón me dolía por cada acción, y más me dolía por pensar en las que vendrían después. No, definitivamente no fue fácil. Pero conseguí sobreponerme. Tras mucho tiempo de sufrimiento, llegué a ser dueño de mi propia consciencia. Por fin, después de estar años dando tumbos por el mundo como un alma en pena, conseguí mi objetivo y llegué a evolucionar. Me relacioné con algunas personas, me hice amigo de unas pocas. En poco tiempo conseguí un trabajo, un hogar estable y un lugar en la sociedad.
Y encontré al amor de mi vida.
Pasó algo de tiempo. Todo iba como nunca, era verdaderamente feliz. Le conté a mi pareja sobre mi terrible pasado. Aún recuerdo la conversación tras contárselo. "¿No te molesta?" Le pregunté. "¿El qué?" Me respondió. "Mi poder. Mi maldición. Ya me entiendes. Lo que sea eso". Como respuesta, únicamente una sonrisa. La sonrisa con la que me embaucó la primera vez. Y más tarde me dijo, la cara seria pero con la risa reflejándose aún en sus ojos: "¿Sabes? Podrías llamarte Azar. Porque eres como un dado gigante que han tirado al mundo y al que todos miran expectantes, conteniendo la respiración, porque no saben dónde caerá ni cuál será el resultado". Tan absurdo sonaba, que nos reímos durante un buen rato. Desde entonces, sin embargo, accedí a quedarme con ese nombre.
Pero una vez más, el mundo tenía preparada una última y gran broma cruel. La peor de todas. Cuando mejor me iba todo, cuando por fin me encontraba vivo, algo ocurrió definitivamente. Mi propio nombre se volvió en mi contra. Una tarde idílica en un paisaje de ensueño. Nos fuimos de merienda a un verde prado, con un pequeño río que serpenteaba libre por el lugar y lleno de flores por doquier. Comimos y hablamos, reímos y nos besamos. Hicimos el amor bajo el sol estival. En un momento de la tarde, no recuerdo cuando, mi acompañante se subió a unas rocas bajas que había en un lugar del prado. Me instó a que subiera y, pese a mi reticencia inicial, al final opté por seguirle la corriente. Era un lugar fácil de escalar, sencillo hasta para un crío, pero aun así debería haberlo adivinado. Cuando estaba apunto de terminar la escalada, una piedra se soltó a mis pies y se cayó. Esto hizo que me resbalara y que, pese a encontrarme unos segundos aguantándome con las manos, al final no pudiera evitar despeñarme. La caída no era en sí excesivamente peligrosa, pero una vez más, los hados impusieron su voluntad y al caer logré golpearme en la cabeza con la piedra que se había desprendido segundos antes. Momentos de confusión. Lo último que recuerdo fue su llegada. Estaba preocupada y asustada por la caída. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Me hablaba y hablaba, mas no podía oírle. Conseguí sonreír, pero no debería ser muy convincente, porque se volvió todavía más inquieta y nerviosa. Intenté decirle algo, sin embargo las palabras no me salían. Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a morir. Hubiera querido reírme, de mí y de mis vanas esperanzas, pero me dolía demasiado para hacerlo. Había intentado burlar la maldición y sin embargo ella acabó burlándose de mí. Qué puta es la vida.
O, ahora que lo pienso mejor, puede que no sea así. Durante un tiempo, conseguí sobreponerme a mi maldición y tener una vida normal. Conseguí hacer realidad todo lo que había deseado; quizás no duró mucho, pero no me arrepiento ni por un instante de nada. El destino, confundido, no pudo hacer nada contra mí, no podía derrotarme. Así pues, vencido y despojado de su control sobre mí, no tuvo más remedio que matarme. Sí. Te he ganado, seas lo que seas. Aunque haya sido una victoria agridulce.
Abro los ojos de nuevo. Ella ya no grita, consciente de la situación, y sólo se dedica a mirarme fijamente, los ojos rojos de tanto llorar. Probablemente a la espera de que ocurra algo. Pero esta vez no sucederá nada, lo sé con certeza. Así pues, pese a no quedarme fuerza ninguna, pese a que las ganas de dejarme llevar son inmensas, hago un último esfuerzo antes de morir y le susurro con voz entrecortada: "Te quiero".